Eran muchas las noches, especialmente cuando llegaba el buen tiempo y se acostaba más tarde, en las que Teresa se despertaba envuelta en un grito y saltaba de la cama, convencida de haber oido sonar el teléfono en la quietud de la madrugada. Debían pasar un par de minutos para que se calmase y tomase conciencia de que de nuevo su mente jugaba con ella, devolviéndole sonidos del pasado que se le clavaban en medio de la frente. En esta ocasión eran las cuatro y cuarto. Qué lastima de casi dos horas de sueño desaprovechadas, pensó mientras se desplomaba de nuevo sobre la almohada con el corazón retumbándole en el pecho y el susto empujando desde detrás del estómago. A Teresa le daba una rabia inmensa no poder hacer frente a sus propios fantasmas, tenerlos allí siempre consigo, siguiéndola hasta cuando dormía. Clavó la mirada en el techo, donde reinaba una bombilla pelada que colgaba de un cable. Tengo que decirle a la sobrina de Rosa que me traiga una tulipa barata de la tienda en la que trabaja, se recordó dándose la vuelta para colocarse mejor y tratar de conciliar de nuevo el sueño. Pero sabía que eso era imposible. El sonido del teléfono que llegaba desde su ayer podría mantenerla en vela hasta que el infierno se congelase.
El servicio dormía aparte, en unas habitaciones contiguas a la cocina de la planta baja, por lo que no pudieron enterarse del timbre del teléfono sonando una y otra vez. Teresa se había despertado de golpe y casi se cayó de la cama, aterrada ante aquel sonido inusual e insistente en el silencio de la madrugada. El aparato estaba en la mesilla del otro lado, la de su marido y Teresa reptó por la cama para llegar a él y callarle de una vez por todas. Marcos no había llegado aún, pero eso no era ninguna novedad. Los jueves solía quedarse en el club de campo a tomar unas copas y echar unas manitas de pocker con los amigos. Descolgó con dificultad, ya que la impresión aún le paralizaba un poco y contestó un "dígame" bajito, como si la hora sólo invitase a hablar en susurros. De las palabras que le llegaron desde el otro extremo acertó a distinguir Guardia Civil, terrible accidente y lo lamento mucho, señora. Teresa quedó un momento perpleja y sólo acertó a preguntar si no se habían equivocado de número. Tiene usted que venir al Anatómico Forense, señora, es duro pero hay que reconocer el cadáver y hacerse cargo de los trámites, le dijo la voz oficial. No venga sola, avise a alguien, este va a ser un trago difícil, le aconsejó con tono menos formal.
De los dos días siguientes Teresa apenas recordaba nada. Sólo el color caoba oscuro del féretro y el empalagoso olor de las miles de flores engarzadas en coronas que se le metía hasta los hígados y le hacía permanecer en una nausea constante. Su hijo mayor, con catorce años, llorando desconsolado en una esquina sin que ella fuese capaz de abrazarlo en su negación de la evidencia casi catatónica. Y el pequeño ausente, en casa de sus padrinos, para que no tuviese que pasar por un trance tan penoso sin haber cumplido los diez. Se había instalado el velatorio en el salón de su casa y Teresa fué consciente apenas del constante entrar y salir de una marea de gente que a veces le oprimían la mano y a veces le lloraban sobre el hombro. Luego sólo oscuridad. Su cuñada le dijo después que se desmayó en medio del pasillo y que tuvieron que subirla para acostarla y que el médico le diese un sedante.
Pasaron días sin mañana ni tarde, sólo sábanas y caldo de gallina en el paladar hasta que una noche el teléfono volvió a sonar. Sólo era una equivocación, pero devolvió a Teresa a la realidad y , con ella, el dolor, la certeza, el llanto desgarrado. Ni siquiera para eso tuvo tiempo. Antes de que cumpliese un mes de la muerte de Marcos se presentaron en su casa un notario, tres señores muy trajeados y circunspectos y un sargento de la Guardia Civil. Teresa se alegró interiormente de que sus hijos estuviesen pasando el mes de julio en casa de sus tíos, en la playa. Se sentaron en el gabinete, junto a la biblioteca y bien a las claras se veía que todos aquellos caballeros no sabían por dónde empezar. Teresa, de negro y sin ganas de nada, sólo esperaba. El caudal de información se fué desbordando durante dos horas. No se trataba de un accidente: Marcos se había empotrado contra un muro por propia voluntad, acelerando el coche al máximo. El suicidio anulaba todas las pólizas de seguro que tenían contratadas y que les habrían reportado un importante capital. Y seis bancos diferentes estaban a la espera de cobrar las cuantiosas sumas que el marido de Teresa había ido solicitando para cubrir sus desastres en bolsa, las dos hipotecas sobre la casa y las deudas de juego.
La determinación con que Teresa se enfrentó a todo aquello le sorprendió hasta a sí misma. Se vió cada vez más sola, ya que todos los que decían ser sus amigos le volvieron la espalda y se negaron a ayudar en el pozo sin fondo de su desgracia. Vendió primero los tres coches que aún tenían en el garaje. Luego la casa y la finca en el campo, donde pasaban los fines de semana. Pero apenas cubría la tercera parte de la deuda. El hermano de su marido y su cuñada, apelando a su responsabilidad como madre, le pidieron que les dejase hacerse cargo de los estudios de los niños en el colegio privado al que iban los suyos, allá en el norte, un internado de élite del que saldrían para ir a la universidad. No supo decir que no y de la noche a la mañana dejó de oir la voz de sus hijos en el silencio cada vez más inmenso de la casa. Sin saber qué mas hacer acudió al mejor amigo de su marido, que tenía una inmobiliaria, para vender su casa. Todo fué rápido y eficaz y alcanzó un precio respetable, pero aún faltaba dinero. Al final consiguió que el banco se lo aplazase en dieciocho años siempre y cuando demostrase que tenía un trabajo. Se comió la vergüenza y pidió a los que consideraba amigos una oportunidad. No es posible, Teresa, le decían. No sabes hacer nada, ni hablas idiomas ni has hecho otra cosa en tu vida que cuidar de tí y de los tuyos con ayuda de criadas. No nos sirves.
Cuando Teresa entró por primera vez en su nuevo hogar, un bajo interior de una población cercana a la capital, se hundió un poquito. La primera vez que llegó a casa con las manos agrietadas por el amoniaco y el agua fría, dejó caer algunas lágimas. La primera vez que no dejaron que sus hijos se pusieran al teléfono con una excusa banal se derrumbó en su desvencijado sillón y se hartó de llorar. Cuando la grisácea luz de la mañana sacó a Teresa de su cueva de pena, miró por la ventana, hacia el cuadrado de cielo que se atisbaba por encima del patio y decidió que ya estaba bien. Llevó a una tienda de segunda mano los pocos trajes de marca que le quedaban y su abrigo de nutria y con lo que le dieron puso una transferencia a la cartilla de sus hijos. En el mercadillo de los miércoles, su reciente descubrimiento, se compró cuatro trapitos apañados y acordes con su nueva situación. Las cinco horas de limpieza en la galería de alimentáción se sumaron a otras cinco por la tarde en unas oficinas.
Aprendió el valor del dinero, aprendió a fregar con tanta dedicación que sus jefes la felicitaron, aprendió a vivir con lo justo mientras engordaba la cartilla de sus hijos a poquitos y pagaba al banco, aprendió a pensar lo menos posible. Se convirtió en una de las muchas mujeres casi invisibles para el resto de la humanidad que salen de su casa a las cinco de la mañana para llevar algún dinero a casa a costa de su salud y de tragarse las lágrimas. Y una tarde, cuando una de las compañeras de bata azul y lejía le ofreció tomarse un café con el grupo de limpiadoras en él pequeño bar de la esquina, a la salida del trabajo, Teresa aprendió de nuevo a sonreir y descubrió que incluso detrás de una vida como la suya, a veces, se esconden pedacitos de felicidad.
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Hace 4 años