viernes, 3 de abril de 2009

Qué tiempos aquellos


Estamos mi hermana y yo inmersas en nuestra tesitura anual de buscar piso para las vacaciones de verano. Piso que tiene que tener unas características muy concretas: que quepamos todos con comodidad, que tenga lavavajillas, piscina y no esté lejos de la playa. No despreciamos el aire acondicionado, microondas y otras virguerías, pero con las primeras condiciones nos vale. Solemos tener mucha suerte con nuestros alquileres agosteños. Acostumbran a ser pisos bastante nuevos, bien preparados y cómodos. Y no puedo evitar acordarme de aquellos tiempos, en los albores de la pandilla, cuando lo de alquilar para el verano era lo más parecido a una lotería: a ver si hay suerte y me toca, por lo menos, el reintegro.


Entonces no había internet, ni páginas de alquiler con fotos y vistas panorámicas ni más seguridad que la voz del señor o la señora que te cogía el teléfono (sacado, generalmente, del Segunda Mano) y te describía el sitio y las condiciones. Creo que todos recordamos especialmente el de Fuengirola. Teóricamente alquilamos un "piso cómodo de tres habitaciones en zona tranquila y a 10 minutos de la playa" y nos encontramos una covacha de 60 metros cuadrados (para ocho) con tres habitaciones tamaño Pin y Pon y que tenía el frigorífico en el salón porque no cabía en la cocina. Cocina en la que sólo podíamos estar dos y siempre que fuese de perfil y sin respirar hondo. Además resultó ser un bajo en un portal cutre con la parte delantera orientada a un parking de motos y la trasera a un enorme y destartalado patio vecinal. Por supuesto, los diez minutos a la playa eran media hora de reloj a pata y a pleno sol.


Para colmo nos pasó de todo: se nos incendió un colchón, nos quedamos sin gas, la instalación eléctrica saltó por los aires, Miguel padeció un horrible dolor de muelas, nos cargamos media vajilla, Tomás transmutaba en El Capitán Araña o Jesse Owens (en días alternos) y se clavó un erizo en una rodilla y Montse fué abducida por un vendedor de higos chumbos media hora antes de coger el autobús de vuelta a Madrid.


Estas desgracias encadenadas han pasado a los anales de las historias de la pandilla, especialmente la historia del incendio. Aquella frase lanzada por Julio de "¡¡Apágate, fuego, apágate!!" mientras le arreaba furiosos chancletazos al colchón ardiente. Aquella olla con restos de pasta con tomate que Tomás llenó de agua para lanzarla a las llamas y que nos puso a todos pringando. Aquellos daños colaterales en forma de quemaduras en mis deditos y en la mano de Julio y especialmente en el papel pintado de la pared, que parecía sacado del mismísimo infierno de Dante. Menos mal que Alicita, mujer hábil y mañosa dónde las haya, lo solventó de modo tan genial que parecía que en aquella pared no había pasado nada.


El colchón acabó en la basura, evidentemente, pero por suerte no era propiedad de la casa: lo habíamos comprado nosotros para tener una cama más aunque fuese un triste colchón de espuma. Lo hicimos trozos y lo metimos en montones de bolsas del super de la esquina para disimular. A los dos días de volver de vacaciones, en el telediario saltó la noticia de un pavoroso incendio en el vertedero de Mijas (al que iba la basura de Fuengirola). Todavía me entra la risa cuando recuerdo que sonó el teléfono y Julio me preguntó con mucha guasa: "Oye, Yoli ¿seguro que apagamos bien el colchón?".






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