jueves, 28 de mayo de 2009

Luz y sol


Entre mis muchas rarezas (y son unas cuantas, todo hay que decirlo) está mi particular percepción de la luz y los olores. Generalmente los asocio a momentos de la vida, a sensaciones, a palabras y los siento más que olerlos o verlos. Creo que los domingos tienen una luz especial y única y que si despertase tras haber dormido años y años podría saber casi con certeza si ese día era domingo o no. Es quizá una exageración, pero estoy convencida de ello.

Esta mañana, mientras caminaba por la calle, he levantado la vista hacia el cielo. Un gesto que debería ser cotidiano pero que apenas hacemos y hay cosas por ahí arriba que merecen la pena. Y mucho. Aunque sea para contemplar cómo está tendida la ropa del último piso o lo hermoso que es ese edificio de la Gran Vïa por el que pasamos delante casi a diario. Hoy era un día radiante. El sol brillaba espléndido en medio de un cielo azul turquesa, un cielo de esos que Madrid nos regala de cuando en cuando para dejarnos con la boca abierta, y el viento colaboraba a limpiar el ambiente. Y de pronto lo he visto. Era la luz del sol reflejándose en los cristales de una terraza cerrada, la misma luz que me daba en los ojos cuando era niña, el colegio se estaba acabando y que brillaba en las ventanas de los vecinos de enfrente. La misma luz que me acompañaba en las mañanas de principios del verano y que se mezclaba con el olor de la tierra mojada de las macetas de casa y el blanco casi doloroso de la fachada de la casita baja de la calle de atrás.

Todo me ha vuelto de repente, como si me hubiesen dado un golpe en medio del pecho. La sensación de que todo volvía era tan fuerte que hasta casi podía escuchar el motor de los camiones que descargaban en el mercado, la voz de la vecina del segundo cantando, la puerta del baño abrirse, la persiana tableteando contra el alféizar. Además se oía un avión surcando el aire por encima de mi cabeza, allá arriba, igual que entonces.

Me pasa pocas veces, pero me deja sin aliento. El eterno retorno, que decía Nostradamus. Supongo que había una razón para la sensación de hoy: había tenido una espantosa pesadilla con la única persona que aún me las provoca y me temo que andaba con las antenitas al aire y la parabólica al máximo de captación. No sabría definir cómo me siento cuando estas cosas me pasan. Por un lado resultan acogedoras, blanditas y evocadoras. Por otro me sacuden de lado a lado como una ola especialmente fuerte, de las que te arrastran hasta la orilla y hacen que te arañes las rodillas y la manos al intentar salir.

1 comentario:

  1. Tener pesadillas no es tan malo... Supongo que no es más que otra variante del "quien no se consuela es porque no quiere", pero despertarme aterrizando en mi mullidita cama cuando lo último que recordaba era que el duro suelo se acercaba muy deprisa me hace sentirme afortunado. Al final nada es tan malo como parece y hay que ver el lado bueno: sólo hay una persona que te provoca pesadillas, y dentro de nada dejará de provocártelas. Un besito, morenita.

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